Jacobo Zabludovsky
Bucareli
22 de septiembre de 2008
El acto terrorista más salvaje y sangriento en la memoria de los mexicanos no llegó solo, sino precedido por crímenes que superan los peores en los anales de la delincuencia nacional. Doce cabezas humanas rodando en calles y campos de Yucatán. Veinticuatro cadáveres con el tiro de gracia en La Marquesa, lugar otrora placentero y seguro de excursiones y días de campo. Tres cuerpos en una camioneta abandonada en Bosques de las Lomas, una de las colonias caras del poniente capitalino. En Toluca emboscan y asesinan a un escolta del procurador, pero de uno en uno los muertos ya no son noticia. Todos los días se levanta una cosecha de asesinatos y secuestros y se han tenido que aceptar nuevos significados a palabras comunes, como levantados, para describir las modernas modalidades de los delitos.
El presidente Felipe Calderón desplazó el martes a la funcionaria que leería el discurso frente al Ángel de la Independencia, para hablar de lo ocurrido la víspera en Morelia. Pronunció un discurso que el miércoles reproducirían, mutilado, los periódicos. El que se escuchó a la sombra del Ángel y en noticiarios de radio incluía un párrafo que alguien en Los Pinos consideró conveniente borrar de las versiones impresas.
“Los mexicanos saldremos adelante unidos, inspirados, fortalecidos por el ejemplo de héroes como Hidalgo y Morelos, quienes nos heredaron un México libre e independiente; porque serán casi 200 años en que los mexicanos aprendimos a pelear por la libertad y a preservarla. Héroes como los insignes cadetes defensores de Chapultepec, quienes resistieron con honor el embate enemigo para preservar la soberanía de la nación. Héroes como Benito Juárez, quien nunca vaciló y logró defender a la República contra el ejército más poderoso de su tiempo, hasta alcanzar la victoria. Héroes como Francisco I. Madero, quien inició con determinación una lucha histórica para que en México hubiese justicia y democracia. Gracias a ellos somos un gran país, gracias a ellos México puede construir su destino”. Hay cierta desmesura entre lo dicho por el Presidente y lo ocurrido en Morelia, tal vez sea esa la causa del borrón.
No intento disminuir el monstruoso atentado de Morelia, de ninguna manera, sólo trato de entender los vericuetos por donde vagan y se pierden a veces las buenas intenciones del Presidente y sus colaboradores. Lo ocurrido el lunes en Morelia no hay modo de minimizarlo, aunque se quiera. Pero la comparación en el discurso parece, hasta el momento, desproporcionada.
Siete muertos según el primer conteo, más de 100 heridos, algunos graves, mutilados, sordos o ciegos, víctimas de crisis nerviosas sin reponerse todavía, son la contabilidad negra de un hecho incalificable. No valieron las advertencias o amenazas que recibió el gobernador de Michoacán antes del atentado. No tomó medida alguna. Ni siquiera ordenó guardias especiales en los hospitales que esa noche rebasaron la capacidad de sus servicios, no aumentó la vigilancia en las entradas a la plaza, no previno al público. Ha llegado el momento de no depender del criterio de un funcionario en la defensa de los ciudadanos frente al terrorismo.
Nunca las palabras han construido trincheras. Y hasta hoy sólo con palabras se trata de impedir delitos de la magnitud del que nos conmueve y preocupa. La estrategia ha fallado. La primera promesa de Calderón, casualmente en Morelia, fue acabar con el narcotráfico y los delitos que de él derivan y se alimentan. De eso han pasado casi dos años y es obvio que la delincuencia en vez de morir ha crecido de tal modo que parece fuera de cauce, tan arrolladora como una erupción y tenaz como el lirio acuático.
Se ahonda, se extiende, avanza en su desafío impune, ha logrado sembrar el temor entre la gente común, la que va a la verbena a comer buñuelos, la de percal y diademas de plástico brilloso, la confiada en que los rufianes se mataban unos a otros y sólo entre ellos. Ya no.
La realidad, retórica y demagogia aparte, es que esta guerra se está perdiendo y no tenemos plan B. No tuvimos, para empezar, plan A. Los verdugos de Yucatán siguen libres cortando cabezas. Los misteriosos ejecutores de La Marquesa, igual. De vez en cuando se captura a un culpable o a una banda, como en el caso del joven Martí, o de otros secuestradores en Guanajuato o Colima. Casos aislados. Triunfos pírricos que recuerdan la frase napoleónica: “Otra victoria de estas y estamos perdidos”.
A los hechos ominosos se agrega una sensación de derrota que debe combatirse ahora mismo. Lo malo es que no sabemos cómo. Los síntomas visibles son desastrosos. Empecemos por aceptar el diagnóstico.
Frente al crimen, México está hoy peor que nunca.
Bucareli
22 de septiembre de 2008
El acto terrorista más salvaje y sangriento en la memoria de los mexicanos no llegó solo, sino precedido por crímenes que superan los peores en los anales de la delincuencia nacional. Doce cabezas humanas rodando en calles y campos de Yucatán. Veinticuatro cadáveres con el tiro de gracia en La Marquesa, lugar otrora placentero y seguro de excursiones y días de campo. Tres cuerpos en una camioneta abandonada en Bosques de las Lomas, una de las colonias caras del poniente capitalino. En Toluca emboscan y asesinan a un escolta del procurador, pero de uno en uno los muertos ya no son noticia. Todos los días se levanta una cosecha de asesinatos y secuestros y se han tenido que aceptar nuevos significados a palabras comunes, como levantados, para describir las modernas modalidades de los delitos.
El presidente Felipe Calderón desplazó el martes a la funcionaria que leería el discurso frente al Ángel de la Independencia, para hablar de lo ocurrido la víspera en Morelia. Pronunció un discurso que el miércoles reproducirían, mutilado, los periódicos. El que se escuchó a la sombra del Ángel y en noticiarios de radio incluía un párrafo que alguien en Los Pinos consideró conveniente borrar de las versiones impresas.
“Los mexicanos saldremos adelante unidos, inspirados, fortalecidos por el ejemplo de héroes como Hidalgo y Morelos, quienes nos heredaron un México libre e independiente; porque serán casi 200 años en que los mexicanos aprendimos a pelear por la libertad y a preservarla. Héroes como los insignes cadetes defensores de Chapultepec, quienes resistieron con honor el embate enemigo para preservar la soberanía de la nación. Héroes como Benito Juárez, quien nunca vaciló y logró defender a la República contra el ejército más poderoso de su tiempo, hasta alcanzar la victoria. Héroes como Francisco I. Madero, quien inició con determinación una lucha histórica para que en México hubiese justicia y democracia. Gracias a ellos somos un gran país, gracias a ellos México puede construir su destino”. Hay cierta desmesura entre lo dicho por el Presidente y lo ocurrido en Morelia, tal vez sea esa la causa del borrón.
No intento disminuir el monstruoso atentado de Morelia, de ninguna manera, sólo trato de entender los vericuetos por donde vagan y se pierden a veces las buenas intenciones del Presidente y sus colaboradores. Lo ocurrido el lunes en Morelia no hay modo de minimizarlo, aunque se quiera. Pero la comparación en el discurso parece, hasta el momento, desproporcionada.
Siete muertos según el primer conteo, más de 100 heridos, algunos graves, mutilados, sordos o ciegos, víctimas de crisis nerviosas sin reponerse todavía, son la contabilidad negra de un hecho incalificable. No valieron las advertencias o amenazas que recibió el gobernador de Michoacán antes del atentado. No tomó medida alguna. Ni siquiera ordenó guardias especiales en los hospitales que esa noche rebasaron la capacidad de sus servicios, no aumentó la vigilancia en las entradas a la plaza, no previno al público. Ha llegado el momento de no depender del criterio de un funcionario en la defensa de los ciudadanos frente al terrorismo.
Nunca las palabras han construido trincheras. Y hasta hoy sólo con palabras se trata de impedir delitos de la magnitud del que nos conmueve y preocupa. La estrategia ha fallado. La primera promesa de Calderón, casualmente en Morelia, fue acabar con el narcotráfico y los delitos que de él derivan y se alimentan. De eso han pasado casi dos años y es obvio que la delincuencia en vez de morir ha crecido de tal modo que parece fuera de cauce, tan arrolladora como una erupción y tenaz como el lirio acuático.
Se ahonda, se extiende, avanza en su desafío impune, ha logrado sembrar el temor entre la gente común, la que va a la verbena a comer buñuelos, la de percal y diademas de plástico brilloso, la confiada en que los rufianes se mataban unos a otros y sólo entre ellos. Ya no.
La realidad, retórica y demagogia aparte, es que esta guerra se está perdiendo y no tenemos plan B. No tuvimos, para empezar, plan A. Los verdugos de Yucatán siguen libres cortando cabezas. Los misteriosos ejecutores de La Marquesa, igual. De vez en cuando se captura a un culpable o a una banda, como en el caso del joven Martí, o de otros secuestradores en Guanajuato o Colima. Casos aislados. Triunfos pírricos que recuerdan la frase napoleónica: “Otra victoria de estas y estamos perdidos”.
A los hechos ominosos se agrega una sensación de derrota que debe combatirse ahora mismo. Lo malo es que no sabemos cómo. Los síntomas visibles son desastrosos. Empecemos por aceptar el diagnóstico.
Frente al crimen, México está hoy peor que nunca.
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