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lunes, 29 de octubre de 2012

El suicidio...¿por qué?


Cualquiera que padezca una enfermedad a lo largo de su penosa circunstancia puede describir cada una de sus dolencias, los resultados de las medicaciones y la evolución de su enfermedad, esto podrá servir para diagnosticar o curar a quien padezca una enfermedad similar, en el caso del suicida no queda más testimonio que las cartas póstumas y los secretos bien guardados de sus familiares, amigos y conocidos de último momento...que poseen secretos que difícilmente revelarán.

El especialista víctor A. Payá coordinó una investigación sobre estos casos. Él, una sicoanalista y un sociólogo hurgaron en 672 expedientes y 121 actas póstumas.

Expresiones de amor acendrado, odio, humor negro y narcisismo contienen las últimas palabras escritas por suicidas, que escenifican performances, como aquel que embarró de sangre toda la casa; o el alcohólico, diabético y drogadicto abandonado por su novia; o el anciano, arrumbado en un asilo por su sobrino, única razón para vivir.

Las palabras de la persona que incluyó el nombre de su gato. Y ese hombre que remató: “Gracias a todos por hacerme el vacío”. O la frase que aparece como último suspiro en varias de las 121 cartas: “Perdón por hacer esta pendejada, pero no había de otra…”

En el salón del Instituto de Ciencias Forenses del DF, antes llamado Semefo, el silencio no es sepulcral, pero sí tenso, y de vez en cuando es agrietado por risas nerviosas, mientras habla Víctor A. Payá, doctor en Ciencias Sociales y miembro del Sistema Nacional de Investigadores, quien lee y comenta trozos de misivas póstumas.

Hay instantes en que el estudioso -lo reconocerá- deletrea cartas y se le agolpan recuerdos de las noches en que las leyó por primera vez, pero la rigidez se rompe cuando describe esos mensajes salpicados de humor negro, que bien interpreta Payá, seguido de sonrisas nerviosas.

Y se emociona.

Si alguien decide matarse -añade- hace el último performance de su vida. Nuestra última actuación es nuestro funeral, donde nosotros somos el actor principal.

Para poder realizar su trabajo, los investigadores leyeron relatos policiales, dictámenes médicos, testimonios de familiares, además de las cartas póstumas.

Payá hace contrastes: no es lo mismo matarte con la cuerda de la hamaca o la del perro; no es lo mismo morir en la vía pública o en la recámara, la parte más íntima.

***

Víctor Alejandro Payá, profesor y especialista en temas de violencia, coordinó el libro El don y la palabra, Un estudio socioantropológico de los mensajes póstumos del suicida, editado por la FES Acatlán y Juan Pablos, en el que participaron la sicoanalista Wendy Nicolasa Vega Navarro y el sociólogo Víctor Manuel Gómez Patiño, quienes revisaron 672 expedientes y 121 cartas póstumas.

En el equipo de trabajo había jóvenes estudiantes de sociología. “Nuestras opiniones personales, pequeñas angustias y racionalizaciones sobre la vida y la muerte, se hacían en ese espacio, lo que ayuda a no quedarse con dudas y sobre todo angustias”, explica el profesor en respuesta a un cuestionario enviado por correo electrónico.

Hubo quien solicitaba otro trabajo mientras “descansaba de leer los expedientes”, explica. “El trabajo en equipo fue central para racionalizar el material. Personalmente, en momentos de trabajo intenso, de lectura de esas cartas póstumas, ya entrada la noche, en mi casa, rodeado del silencio, sentía profundamente cada palabra que leía como si yo mismo las fuera redactando, escindido entre la vida y el abismo de la certeza de esas palabras, certeza de aquel que está convencido de que ya nada le detendrá”.

-¿Lo marcó algún caso en especial?

- Muchos de los que se cortan el cuerpo me impresionan -responde-, pero sobre todo aquellos en donde la vejez y la enfermedad provoca que el cuerpo sea un estorbo doloroso, un “doble extraño para sí mismo” con el que se tiene que luchar. Hay un momento en que se tiene que decidir en seguir sufriendo o morir con dignidad.

***

Los académicos descubrieron coincidencias: la gente que muere en la vía pública, termina en la fosa común, pues no tiene papeles. La gente que a veces moría en la intimidad de la casa, en cambio, dejaba su carta póstuma con el acta de nacimiento.

El suicida que se tapa la cara -ejemplifica el doctor en Ciencias Sociales-, probablemente no quiere perder el rostro. Es otra recurrencia en los expedientes.

Todo suicidio, como dicen algunos siquiatras, puede ser un homicidio sicológico. El sujeto que riega su sangre, deja huella cabal de su presencia en el momento mismo de morir.

Los investigadores notaron que la gente que testimonia dice la verdad frente a la muerte, y leyeron cartas llenas de amor y otras de reproche y odio.

Payá habla de las paradojas. Un joven escribe: “Perdón por hacer esta pendejada, pero no había de otra”.

Risitas de los oyentes, la mayoría estudiantes de Medicina del IPN y de la UNAM. El profesor-investigador de la FES Acatlán pregunta: “¿No había de otra?” Y sugiere que, por ejemplo, pudo ir a vender artesanías.

“Hay cartas que no quiero leer porque me falta el aire”, admite el especialista en temas de violencia, pero respira y decide:

“Hay una carta amorosa. Una despedida impresionante: se despidió de la familia, de los primos, de los amigos. Es extensa. `Al gato, Alushi, al gato (risas) por ser tan gato´, pero también dice el sujeto: `a mí mismo, por ser como soy, por ser tan alegre, por ser tan bueno, ay que modesto soy´ (risas). Fíjense el grado de narcisismo, la impotencia que tiene el sujeto para decidir sobre su vida y su muerte”.

“Tenemos que hacer teoría, tenemos que explicar”, comenta y contrasta dos cartas de suicidas que expresan odio y amor extremos.

En el primero, “el cuerpo de este muchacho es un proyectil contra otros”, anticipa el investigador, quien lee el caso 95:

Un adolescente de 14 años decide ahorcarse en una bodega de un mercado donde trabajaba y se quedaba a dormir. El negocio era familiar. No vivía con el padre quien, vuelto a casar, se dedicó a la nueva pareja y al cuidado de su propia madre. El papá declara que el hijo es de carácter rebelde, que no le gustaba recibir órdenes y que su abuela y sus tíos le llamaban sistemáticamente la atención. Una tía declara que no le pagaban por sus labores, pero que le compraban ropa.

Deja una breve pero contundente carta póstuma, llena de resentimiento y odio para quienes le rodeaban y que ilustra que los conflictos no fueron de ninguna manera triviales para él:

“`Puta tía Marta (risas en el auditorio), te odio. Puto tío chupón, te odio. Puta abuela, te odio hija de tu puta madre. Atentamente: el que se colgó. Y espero que

ya no me chinguen la madre y no quiero a ningún hijo de su puta madre porque todos me odiaron´”.

Este muchacho -continúa Payá- no tenía un lugar en la casa del padre y era trabajador en el negocio familiar. No le pagaban regularmente y tenía conflictos con la familia. “Nada sabemos lo que significa `llamarle la atención´ ni qué se entiende por tener un carácter rebelde, pero el mensaje es una manera de brindarles la muerte a quienes son considerados los verdaderos victimarios.

Payá lee el caso 98:

Un adolescente de 16 años decide arrojarse del tercer piso de uno de los edificios de la escuela preparatoria donde estudiaba. Recién el fin de semana había encontrado a su ex novia quien lo había dejado un año antes. Éste le pidió que regresaran, a lo que ella se negó, por lo que se “sentía triste y decaído”. Le dice a sus compañeros de la escuela que no tiene forma de localizarla. Repentinamente, sube en una barda del pasillo del edificio escolar y se arroja al vacío, sufriendo traumatismo craneal. “Entre sus ropas se encuentra un trozo de papel color blanco, que escrito a lápiz dice:

“`Recuerdo aquella noche y me siento en el paraíso. Recuerdo tus besos y siento el sabor a miel. Recuerdo tus caricias y siento que muero al no estar contigo. Pero recuerdo que ya no me amas y prefiero ya no estar vivo´”.

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